Nestor Kirchner según Tenembaum: imperdible


De todas las notas que leía sobre la figura de Néstor Kirchner, sin duda que la de ErnestoTenembaum para la Revista Veintitrés fue de las más emotivas, sentidas e inteligentes. La compartimos:


Vivir sin él

Y de repente, se murió.

Algunos médicos dicen que no se sorprendieron, que los últimos pasos de Néstor Kirchner presagiaban lo peor. Pero el resto, los que no conocemos nada de medicina, los que no sabemos leer los signos del cuerpo –quizá también él, entre nosotros– empezamos a pensar otra vez que podría más que cualquiera, que los líderes son de acero inoxidable, que las precauciones naturales para cualquiera que tenga dañado el sistema cardiovascular no se aplican a personalidades de esa talla, esa terquedad, de esa voluntad, esa desmesura, esa pasión, esa ambición.

Quizá para los médicos no haya sido una sorpresa.

Pero para todos los demás, lo fue.

De repente, se murió Kirchner.

Parece mentira escribir estas líneas. Si estaba ahí, presente todo el tiempo. Si nos hablaba, nos discutía, nos interpelaba, nos agredía, nos obligaba a replantearnos cosas, todo el tiempo.

Estaba ahí.

Y, de repente, se murió.

No es que hizo su trabajo, se fue y, un día, nos acordamos que existía cuando se murió.

Ocurrió de repente, a su estilo, en el medio de todo, en el fragor de la batalla, justo cuando peleaba por seguir, que era su manera ingenua de ser eterno, ahí, en el medio de todo. Y nos dejó pasmados, sin brújula. Una vez más, como tantas veces, desubicados.

¿Se consumió en su propia intensidad? ¿Era, como dicen los especialistas, un típico caso de las personalidades omnipotentes, que caminan por el precipicio, que no saben encontrar el equilibrio entre la ambición y la salud y terminan en el momento menos pensado? ¿Lo derrotó su país, tan experto como es en de saldar cuentas tarde o temprano, de una manera u otra, con todos sus líderes? ¿Fue una mera enfermedad? ¿Una pasión extenuante? ¿La agresión que recibió, que provocó, que toleró, que alimentó? ¿Nos quiso hacer creer que era tan fuerte porque, en realidad, era frágil, y esa impostura lo forzó demasiado? ¿Le dolía todo más de lo que parecía y sus reacciones destempladas no eran sino simples pedidos de ayuda? ¿Entregó hasta la última célula por amor a la patria, por amor a sí mismo, por ganas de cambiar las cosas, por ser eterno? ¿O se trató de, apenas, una casualidad, de una confusión, del azar mismo de la genética, de lo que está escrito desde que nacemos, aun cuando nadie lo sepa?

Ya no hay ni habrá respuestas para esas preguntas.

Los líderes son seres humanos y, algún día, mueren. En la Argentina, han sabido ser longevos. Pero no es lo que ocurrió con él. Vivimos, con suerte, un ratito. Ese ratito habrá, ahora, que aprender a vivirlo sin él. Y va a ser difícil, de tanto que nos acostumbramos a tenerlo en nuestra mesa, algunos con felicidad y otros, como me pasaba últimamente, con mucho fastidio.

En la Argentina ha habido, hay, gente en la que despertó una esperanza enorme, o una módica ilusión. Gente que dudó, que lo amó, que lo odió, que lo puteó. Ha habido kirchneristas, antikirchneristas, kirchneristas moderados, ex kirchneristas. Y algunos que han sido algo de todo eso en distintos momentos, en todos estos años. Para ciertas personas ha sido tan importante que festejaron su muerte con miserables bocinazos.

A todos, nos deja sin una referencia clave: él mismo.

Como ocurre con los líderes importantes, en algún momento, los otros nos referenciamos en él, por adhesión, por simpatía, por oposición, por oposición a sus opositores, por odio.

Muchas veces, nos cercó con una trampa sencilla: si no estás conmigo estás en mi contra; y si estás en mi contra, fíjate al lado de quién te pusiste. Muchos peleamos como pudimos contra esa encerrona. A mí me parecía que era la antítesis del pensamiento libre, una mera estrategia para que nadie critique sus peores rasgos. Por momentos, me da la impresión de que, en cierta medida, ganó esa batalla cultural. Porque tenía algo de razón, o porque era insistente, o porque era muy poderoso, o por todo eso junto, logró convencer a muchas personas nobles de que eso era así: que los buenos se definían como tales porque lo seguían a él. Y eso generaba entre ellos una mística envidiable. Difícil de seguir cuando uno no la sentía. Pero envidiable, al fin y al cabo.

Ya no está.

Cada vez que la muerte se presenta, nos enfrenta a nuestras pequeñeces. Su inmensidad, su contundencia, su descaro, nos arrastra fuera de nuestras vidas y diluye la letra chica de cada día. Son momentos de grandilocuencia. De palabras bellas. De despedidas sinceras o hipócritas, ritos que se pasan con mayor o menor desgarro.

Quizás, apenas, convenga decir que las democracias no son perfectas y, por lo tanto, tampoco lo son sus líderes. Y que de todos ellos –que no son déspotas ni dictadores– hay cosas importantes para aprender, aun cuando algunas de ellas hayan sido errores. Hay quienes se dedican a escribir historias rosas o historias negras sobre todo. En este caso, algunos se despiden con bronca y otros con amor. Tienen suerte, unos y otros, de pisar sobre tierra firme y segura. El tiempo, con suerte, permitirá tener una dimensión más cabal, menos apasionada, sobre quién fue este hombre enérgico, atolondrado, valiente, transgresor, agresivo, tenso, intemperante, idealista, materialista, áspero e incansable.

Fue un líder importante de la democracia argentina.

Así se va.

De repente.

Como suceden las cosas importantes.

Y nos deja una vez más pasmados, desubicados, con muchas más preguntas que respuestas. Solos, con el futuro tan incierto como siempre, tan incierto como debe ser.

Lo vamos a recordar mucho, qué duda cabe.


Ernesto Tenembaum

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